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EL CRÍTICO



CAPÍTULO 10:
LA MIRADA DE EASTWOOD


¿Quién, que creciera con la Trilogía del Dólar, no querría parecerse al Hombre sin Nombre? ¿Quién desestimaría la mirada de Clint Eastwood bajo el sombrero vaquero? ¿A quién no le gustaría poder mirar al mundo de esa forma tan fría y, a la vez, penetrante? Pues bien, la solución, aunque momentánea, están tan cerca de nosotros como un domingo soleado a las ocho de la mañana.

Contemplo a Álvaro desde la puerta de casa, con los ojos entornados por el sueño y la luz de los últimos días del verano. No soy Clint Eastwood, pero es una buena forma de sentirme, más o menos, como él. Eso y leer los prospectos de los medicamentos, con su diminuta tipografía.

Álvaro está limpiando mi coche de cáscaras, yemas y claras de huevo.

   –La noche de la paliza, ficharon su coche –me dice, sin dejar de frotar–. Buenos días.

«Cojonudo». De seguir así, Álvaro acabará haciéndose autónomo en el negocio de la limpieza, y los culpables de este desastre, dueños de cualquier industria huevera.

No sé si es por lo temprano o por el repulsivo olor a huevo que llega hasta aquí, pero algo me pone de muy mal humor y me revuelve el estómago. Y lo extraño es que la presencia de Álvaro ni siquiera me irrita.

Su rostro aún garantiza los golpes que recibió. Va ganándose heridas de guerra mientras pierde las batallas. Sin embargo, no parece estar dispuesto a rendirse en eso de recuperar su imagen. No le he oído negar nada, reprochar o enfrentarse a nadie, pero él mismo, con su actitud, representa a un escéptico de sus actos; aún está asumiendo que fuera capaz de hacer algo así. No es intuición, ni que me esté compadeciendo de él porque me esté limpiando el coche, aunque lo necesitara con o sin huevos. Simplemente, lo veo con mi filtro Eastwood.

   –¿Has desayunado? –le pregunto, aún desde la puerta.
   –No. Casi nunca suelo hacerlo. No tengo hambre.

«Claro, cómo no. Si el desayuno es la comida más importante del día, ahí están ellos para pasárselo por el Arco del Triunfo. Es su deber como adolescentes».

Entro a por una taza de café más amargo que mi versión dominguera sin Lara, y cuando salgo, Álvaro está sentado en el escalón de la entrada, mirando el coche que acaba de dejar impecable. Al percatarse, se levanta apresurado, cediéndome el sitio.

   –Siéntate, siéntate.
   –Eh… No, da igual. Ya me iba. –titubea.
   –¿Te gusta? –le pregunto, señalando al coche.
   –Sí.
   –No es un modelo nuevo. ¿No se supone que a vosotros os gusta todo lo nuevo? –pego un sorbo a mi taza de café, y continúo preguntando tan amargo como me permite el sabor–, ¿todo lo que sale un minuto después de salir lo que ya tenéis?
   –En ciertos casos, prefiero lo clásico –responde, convencido–. Tiene un buen motor, es compacto, la carrocería es elegante, y se ve suave para conducir.
   –Visto así, me parecen pocas todas las espantosas películas que me he tenido que tragar para pagarlo.
   –Debe estar guay trabajar viendo películas. –exclama, intentando convencerme.
   –Cuando algo que te gusta mucho se convierte en trabajo, deja de ser “guay”. –Se ríe y acaba cediendo a sentarse a mi lado –. De hecho, el otro día, un amigo puntualizó el tiempo que llevaba sin escribir una crítica positiva.
   –Eso no significa que no le guste su trabajo. Lo que no le gustan son las películas que ve.
   –Sí, puede ser… –mascullo, en otro sorbo de café.

Y el haberme acordado de Clint Eastwood y el estar aquí, junto al chico y frente al coche, me evoca, inevitablemente, a la película Gran Torino. Prometo que estoy intentando dejarlo, pero, ¡venga ya!, las referencias son tan evidentes: miradme, estoy simpatizando con el chico que antes detestaba mientras hablamos de mi coche. Ah, y lo de mis ojos; mis ojos siguen entornados, como los de Clint Eastwood, aunque menos azules. Nada azules.   

   –¿Ha visto a Lara? ¿Sabe algo de ella? –pregunta, de pronto.
   –No. Su madre no me coge el teléfono. Ella tampoco.

   Entonces, descubro el móvil de Álvaro palmeando entre las manos.

   –¿Por qué? ¿Tú sí?
   –Qué va –responde, tan frustrado como yo–. Ha debido bloquearme.
   –Eso también es cosa de su madre. –apunto.
   –¿Cuándo va a volver?

Y el espíritu Eastwoodniano se apodera de mí y respondo duramente:

   –Cuando desaparezcas. –Álvaro agacha la mirada, pero antes de que alguno de los dos podamos sentirnos más violentos, recuerdo que mis ojos no son nada azules. Los abro del todo y matizo–. O cuando Begoña considere que no eres peligroso.

No debería haber respondido así. Aunque tampoco debería estar hablando con él. Y, por supuesto, no está nada bien seguir pensando en peliculitas en momentos así. Pero, puestos a elegir… «Gran Torino es una buena opción. Fue considerado por muchos críticos como el clímax interpretativo del bueno de Clint, en el que aunó sus personajes más icónicos y reconocidos en Walt Kowalsky, uno de esos tipos duros que acaban tocando tu fibra sensible mejor que nadie. En el film, el racista veterano de guerra, afronta su vejez tras la muerte de su mujer, acercándose, sin quererlo, a las familias de inmigrantes que acaban de llegar al barrio. Y hay un chico, y un coche, como en este caso. Uno de esos modelos americanos de ensueño con el que recorrer la Ruta 66. Un Gran Torino del 72. Pero también hay una historia mucho más simple que ésta, y, probablemente, más efectiva».

   –¿Sabe? Debería escribir sobre las películas que realmente le gustan –me propone, repentinamente más animado.
   –Sí, también puede ser.
   –No todo son naves, superhéroes y Transformers.
   –Odio los putos Transformers.
   –Yo no, pero lo respeto.

Su ingenuidad me hace sacar una sonrisa, la primera de esta mañana.

«Podría recomendarle Gran Torino. No sé de nadie a quien le haya decepcionado. Seguramente, no conozca a Clint Eastwood, y si se lo presento, le haría un gran favor. En ciertos casos, prefiere lo clásico, ha dicho. Pues, bien: basta de Mark Wahlberg y de Dwayne Johnson, que necesita subtitularse como “The Rock” para alimentar su ego casi vigoréxico. Los verdaderos tipos duros no necesitan fardar de músculos. Y Clint Eastwood y su mirada lo saben bien».

Álvaro toquetea la pantalla de su móvil y redirijo mi atención.

   –¿Ahora sí hablas con Lara?
   –No, no. Sólo… Releía la conversación de Sonia. –dice.
   –¿Mantenéis el contacto? –pregunto, horrorizado.
   –No, no. A ella le bloqueé yo. Me refiero a la conversación antes de… –se detiene, avergonzado–. Bueno, de la fiesta y de lo que pasó.
   –Y, ¿qué fue lo último que te dijo?
   –Nada, muy en su línea: «te vas a cagar».

Me enseña el mensaje, entorno los ojos, y entonces sí que deseo convertirme en Clint Eastwood.


Escrito por Fran Bailén.